La austeridad como coartada o la ideología de la plutocracia

sábado, 28 de julio de 2007

Félix Jiménez

Economista Ph. D.

Profesor Principal de la PUCP

Hace algunas semanas, un alumno, cuando salía de mis últimas clases de teoría del crecimiento económico, me hizo las siguientes preguntas: ¿En qué se basa el Congreso de la República para afirmar que los trabajadores del Banco Central tienen salarios elevados? ¿Acaso su referencia es el inefable decreto de austeridad impuesto por este gobierno? ¿No cree usted, profesor, que la disminución de sueldos que se efectuó al amparo de ese decreto, es un atentando contra la esperanza de nosotros los jóvenes que aspiramos a tener mejores condiciones materiales de vida cuando seamos profesionales?

Me quedé turbado con las preguntas. Todas reflejaban una especie de desengaño anticipado por la dedicación y esfuerzo económico que supone estudiar en la universidad. Reaccioné instintivamente, tratando de atenuar su frustración, afirmando que los jóvenes, ustedes mismos, son la esperanza; por lo tanto, mientras sigan siendo jóvenes, no podrán perderla, a menos, claro está, que renunciaran a su propia juventud. Cuando respondía recordaba a José Enrique Rodó, para quien «las prendas del espíritu joven -el entusiasmo y la esperanza- corresponden en las armonías de la historia y la naturaleza, al movimiento y a la luz». También recordaba a José Ingenieros, a Romaín Rolland y, ciertamente, a Manuel Gonzalez Prada, de quien Mariátegui recordaba y admiraba su «austero ejemplo moral».

Salarios y Productividad

Intuí que mi respuesta no le satisfacía. Para él, sin duda, era una huida. ¿No hay acaso, me dijo, una teoría de los salarios vinculada a la calificación de los trabajadores y, por lo tanto, a su eficiencia? Efectivamente, respondí. Por ejemplo, el economista clásico Ricardo, sostenía que el salario no se determina en el mercado, pues en su determinación influyen no sólo razones económicas, sino también sociales: el salario debe ser suficiente para que el trabajador pueda reproducir no sólo su capacidad de trabajar sino también la de su familia.

Otro alumno, que se incorporó a la conversación, recordó que yo había presentado en mis clases de macroeconomía un modelo de salarios de eficiencia según el cual, dijo, la eficiencia y esfuerzo del trabajador responde directamente al nivel de su salario real. Es cierto, le respondí. Según este modelo, las empresas pagan un salario más alto que el que equilibraría el mercado, porque de no hacerlo, incurrirían en pérdidas, debido a que sus trabajadores se «volverían menos productivos» o migrarían, acotó él, a empleos donde se le reconozca mejor su calificación y experiencia. Según este modelo, a las empresas les resulta más costoso desprenderse de sus trabajadores, para contratar a otros por salarios más bajos –que, además, ellos aceptarían por encontrarse desempleados. Estos últimos, a diferencia de los primeros, no tienen, como se comprenderá, ni la experiencia ni la calificación que se adquiere en el propio trabajo.

Desregulación y sobreexplotación

Hay también teorías, les dije, más comprehensivas, como las desarrolladas por Bowles, Gordon y Weisskopf. De acuerdo con estos autores, los gobiernos republicanos de los Estados Unidos, al abandonar las políticas económicas aplicadas después de la segunda guerra mundial, modificaron radicalmente la estructura social de la acumulación y el crecimiento económico. Como se sabe, las administraciones republicanas de los 80s, atacaron directamente a las organizaciones de los trabajadores, iniciaron reformas de desregulación de los mercados, en especial del mercado de trabajo, y mediante políticas monetarias restrictivas, disminuyeron la demanda y el empleo, como parte de un objetivo de redistribución del ingreso a favor del gran capital y en perjuicio de los trabajadores. Los resultados fueron: la reducción significativa de la productividad del trabajo, el «aplastamiento» de la clase media y el incremento de la desigualdad en la distribución del ingreso hasta los niveles registrados en los años 20s y 30s. Según Krugman, los ingresos de los ejecutivos de las grandes empresas crecieron, en los últimos 30 años, muchísimo más rápido que los ingresos de los maestros de escuela, no obstante que ambos cursan el mismo número de años de educación formal.


Otro de los varios alumnos que se sumaron a la conversación, preguntó, ¿entonces qué sentido tiene la actual política de austeridad? ¿No es una contradicción con la idea de reformar al Estado para hacerlo más eficiente, basándose en los méritos y la calificación profesional? «Se recorta sueldos y se gasta muy poco en educación», ¿no es esto, preguntó otro alumno, una política contraria al desarrollo del capital humano? Recordé mis viejas lecturas de Martin Carnoy, de Samuel Levy, de Gary Becker y antes de que yo intentara una respuesta, un alumno cuya tesis, dijo, versa sobre la rentabilidad de la inversión en educación universitaria, afirmó que la política de austeridad viola las leyes del mercado, porque el Estado afecta su rentabilidad al fijarle topes a los ingresos de los profesionales. Pero, intercedió una alumna, el Estado fija topes de «precios» en el «mercado de trabajadores públicos», y, sin embargo, está ausente en el mercado de trabajadores del sector privado. En este, lo que destaca es el abuso de los «services» y de la «terciarización» junto a las sobre ganancias de las empresas mineras y financieras.

La trampa de la austeridad

Mi respuesta apuntaba en otra dirección. Los neoliberales de nuestro país, afirmé, han restaurado la «nordomanía», es decir, la admiración por los «usos» norteamericanos. Esta «costumbre» denunciada por José Enrique Rodó a comienzos del siglo XX, fue formalizada por los políticos con su adhesión al Consenso de Washington y con la firma del TLC en los umbrales del siglo XXI. Recordé que sus antecedentes fueron los Planes Baker y Brady, ideados precisamente por los gobiernos republicanos de Reagan y Bush en los años 80s. Desde entonces, dije, se ha agudizado la desigual distribución de los ingresos, ha aumentado vergonzosamente la pobreza, se han quebrado las organizaciones sindicales, se ha empobrecido la calidad de la educación, y se ha enajenado la soberanía del Estado a los intereses del capital transnacional, en especial, el minero y financiero. Así, la ideología de la austeridad no es sino la coartada para dar paso a los dueños de la vida económica. Rodó nos decía, hace ya más de un siglo, recordando los últimos tiempos de la república romana, que el «advenimiento de la clase enriquecida y soberbia, es uno de los antecedentes visibles de la ruina de la libertad y de la tiranía de los Césares».

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